El color azul es un páramo fronterizo entre la tristeza y un hermoso recuerdo. Es el crepúsculo donde se entrelazan gamas que desembocan en la nostalgia: ese sentimiento que relaja el cuerpo y envuelve la memoria como un abrazo silencioso.
Hace tiempo leí un ensayo —o tal vez lo soñé— donde se comparaba la estética japonesa del ma con las sensaciones que emanan del disco Kind of Blue de Miles Davis. En el pensamiento japonés, ma es el espacio negativo, el silencio entre las cosas, la pausa que da sentido a lo que la rodea. Así también, Kind of Blue está compuesto de espacios sonoros cuidadosamente dispuestos: silencios entre notas, líneas melódicas suspendidas, y una deliberada ausencia de densidad armónica.
Miles lo resumió con una frase ya mítica:
“No es la nota lo que cuenta, sino el espacio que dejas entre ellas.”
Algo similar ocurre en la pintura sumi-e, donde una sola línea de tinta puede evocar un paisaje entero, y el blanco del papel no es ausencia, sino respiración.
Esta estética del vacío, de la contención, del susurro, también atraviesa el disco Chet de Chet Baker. Pero si Kind of Blue es contemplación abierta hacia lo inabarcable, Chet es un repliegue hacia lo íntimo.
En ambos discos, el azul no es un color, sino una atmósfera emocional:
una forma de decir lo inefable sin pronunciarlo del todo.