En esta sesión, tres obras se enlazan como un mismo cuerpo espiritual que atraviesa la materia, la memoria y la muerte. Songs of Flesh and Blood de King Dude abre el tránsito: un rezo entre lo profano y lo devocional donde la carne y la fe conviven en tensión constante. Su sonido —oscuro, terroso, casi ritual— devuelve a la música su antigua función: invocar. Es el canto de quien, al mirar la muerte, busca todavía redención.
Con Spiritchaser, Dead Can Dance expande ese impulso hacia lo ancestral. La voz de Lisa Gerrard y las percusiones de Brendan Perry parecen dirigirse no a los vivos, sino a los espíritus que habitan la respiración misma del mundo. La frontera entre cuerpo y espectro se disuelve; ya no hay duelo, sino comunión. Este álbum transforma la pérdida en danza y el trance en un modo de recordar que lo sagrado también es movimiento.
Finalmente, Blackstar de David Bowie se presenta como una despedida lúcida, una obra que asume la muerte no como final, sino como metamorfosis artística. Bowie se convierte en su propio mito, en un astro que se apaga para seguir brillando en otra frecuencia. El ciclo se completa: de la carne a la trascendencia, del espíritu al símbolo.